28.4.10

"Todo esta hecho con espejos" ¿te acordás?


Despertaban de un sueño aguado las gotas sobre las hojas de un otoño. El planeta estaba en su lugar, la magia estaba encerrada y las preguntas sobre quién, y por que, o como se lograba, efervecían en el ambiente por instantes. Nadie sabía menos que el otro, pero algunos, más bien menos que pocos, tenían mejores pistas. Mejores documentos, mejores formas de contener la atención. Más tiempo adjudicado. No sé. Tampoco me interesa nombrarlo, tanto. Que hipócrita.

Despertaban de un sueño aguado como cualquier noche: las gotas despiertan cuando casi nadie puede verlas. Los que las ven no las comprenden, pero son gotas. ¿Y que sería una gota en este terreno?, ¿que responde a mi inquietud sobre ellas? Mientras me alejaba, orientado por el torrente de individuos, miré un sanguche y me dio hambre. Bajé las escaleras y miré a la gente. Muchísimos individuos. Eso debe significar muchísimas cosas, cada uno. Muchísimo más que cualquier cartelera repleta, o mensaje, o belleza. O nada. Salí del edificio por la puerta delantera y hay carteles, siempre. Es un lugar grande; antes era otra cosa, ¿pero qué cosa? ¿Y antes, que cosa sería antes de ser otra cosa? Nada, un pastizal abrupto. Tranquilo.

Pasé por el kiosco y hay tres fotocopiadoras y hay muchísimas personas. Casi demasiadas, pero no. Supongo que nuestro cuerpo somos nosotros, nunca voy a entender si del todo, pero también resulta que es nuestro vehículo. No hay otra manera. Somos nuestro vehículo. Lo que quiero decir es que existe tráfico y es agradable. O no. De alguna manera es lindo saberse en posibilidad de choque con otros, entenderse como una institución material inexplicable. Relativamente somos iguales… Eso es lo menos interesante. Saber que flotamos en un cauce conjunto, psicológico, laboral, social, coreografía, o desfilando por la pasarela de los sueños, y entendiendo que lo que entendemos es entendido de una forma más o menos diferente por otra criatura. Pero con relativamente más o menos potencia. Siempre me resulta más o menos divertido intentar imaginar de qué manera piensa cualquier persona que se me acerca unos metros.

Despertaban de un sueño aguado las gotas sobre el capó de un auto. Brillantes, finitas, confusas. Agua. Lluvia. Como tintines chisposos a la luz de cualquier cosa. Me hacían pensar en la locura de nuestra vida. Autos, carteles, edificios, slogans, vestimentas. Marcas y establecimientos, cohetes y pistolas, ¡videojuegos! ¿Cuál de todas esas cosas cobra un real sentido frente a lo minúsculo de una gotita?, ¿cuántas cosas sobreviven frente a una pequeña gotita? La vida, las cosas de la vida, las cosas vivas y las cosas casi vivas. Lo demás es locura, creo. Una quimera que no consigue respirar jamás. Nunca. Felices necios ciegos tocándose el corazón. Mataríamos por ser felices: algunos lo hacen. Mataríamos por justificar lo que hacemos, lo que no hacemos. Nos gritamos, discutimos… Una de las cosas que más me tiene entrelazado últimamente es la idea de que vivamos inmersos en una realidad discursiva: como un puto cuento. Estoy llegando a pensar que cualquier cosa se torna objeto, sujeto, referencia y motivo como si en vez de realidad fuese dialogo. Así sigue. Y pienso poco, tosco, y lento. No estoy en una época agradable, me repito. O repito y nada más. Ese debe ser el problema. Mimesis y reproducción, una cagada. Ninguna época debe haber sido agradable. Ninguna época debe haber carecido de riesgos. Acaricié suavemente la corteza de un árbol en la vereda, fuera de lugar. Un segundo. Proseguí hacia ningún lugar. Las gotitas igual me eran simpáticas y continué con mi actitud estúpida de concentrar mi cabeza en cosas que no tienen sentido.

De repente alguien agarró fuerte de mi hombro. Me asusté muy rápido y volteé. Era una mujer joven, con el pelo oscuro y ondulado. Tenía una musculosa y una pollera, me daba miedo. Sus ojos ardían como un fuego en un desierto por la noche, y tenía un diente dorado brillando dentro de su boca. Me clavó su mirada, dos profundos ojos oscuros, y una lengua que maldecía:

–‘¿Qué puede cambiar la naturaleza de un hombre?’

No supe que contestar; su penetrante mirada y la fuerza con la que me apretaba, además de esa pregunta extraña. Además… Las baldosas se quebraban, y se levantaban desnudando las frías llamas del infierno. Zarzas gigantescas de color purpúreo emergían del concreto, señalándome: un golpe en la frente. Sentí la sangre entre mis brazos de espinas desgarrando desde dentro, y la contusión, el ojo, la pregunta, la ocurrencia, me despertaba y un diente de oro.

Sonreí, por que aquello no estaba pasando. La pregunta era si quería, si no me importaba que me molestaran, completar una encuesta. Le dije que no me gustaba la cortesía. Seguí caminando. Me estaba manteniendo sobrio, era una muy mala decisión. Quería dejar de ser horrible para las otras personas. “La estás incomodando”, “Me decepcionó un poco”, "Sos lo único que me desvela por las noches"… Necesitaban que me ajustara a determinados moldes. Que me ajustara. Siempre es así. Podes ser una persona sencilla y estar relativamente feliz con tu espacio y tu modo. Pero quieren verte, necesitan verte; y ahí entienden que quizás no les gustas tanto como quisieran, no les gustas tanto como DEBERIAS. Y podrían (deberían) odiarte, pero tenes una o dos cosas buenas. Por ejemplo tu (ja) arte, aunque no le presten atención. A menos que puedan formar parte. O por ejemplo que los diviertas, por que la existencia viene siendo solamente una excusa para comer y transformar vida en mierda; tirar la cadena mirando el vórtice que se lleva todo. Y todavía peor: el esfuerzo de construir una narrativa que obvie esa verdad deprimente. Y yo que esperaba un colectivo, entre miles, para ir a un lugar donde descansar en paz, entre miles. Escupí algo parecido a sangre entre las canaletas de la vereda. Había tomado una cerveza. Mi estomago, los juramentos, mi mente, mi personalidad, habían rechazado el alcohol. Mis emociones rechazaban el etanol. Sin miedo, sin esperanza. Cuatro meses, un año. Veintiún años. Cien años de sobriedad haría falta. Escupí algo parecido a sangre y el colectivo llegó. Me subí, metí las monedas en la maquina como abriendo un cerrojo. No quiero tomar alcohol, eso creo, ahora mismo. Pero me senté en una silla al fondo, al lado de un pibe con bermudas en medio de la tempestad. Miraba por la ventana y sentía como la velocidad hacía danzar el oxigeno por mi cara. Descansar y no pensar en absolutamente nada es lo más importante que un animal tiene que hacer todos los días. Limitarse a dejar que el pensamiento se ajuste, se apague, se calle. Respirar y poco más. Esperar a que un colectivo cruce distintas cuadras hacia una zona familiar, recorriendo extrañezas y familiaridades. Grande y grueso deposito de agua y árboles y parques amistosos. Caras que no se miran, dentro y fuera del bondi. Veredas azotadas por el calor, desnudas ante pies que las repican y olvidan y toman en cuenta en su clara, CLARISIMA, utilidad. Ruedas que giran una y otra y otra vez. Corazones exaltados que vociferan junto a reconocidos animales compañeros: “viste, viste, por que a mi me saca”, “si, es que tenes razón”, “pero no puede ser”, “yo ya ni sé”, “viste”. Doscientas tres mil veces por millones de días hasta que carece de sentido pero no se puede entender eso en una sola vida (tenes que vivir nueve en una; el secreto de los felinos). En realidad hay algunas personas que quieren que no tome alcohol por que quieren que no me muera…, que no me pise un auto. Quieren que no me quede estéril, o que mi piel huela un poco mejor cuando me les acerco. O que no me sienta tan profundamente miserable No puedo odiar eso. No… Yo soy quién quiere verlas. No es que…

De cualquier manera me bajé. Caminé bastante, me bajé lejos de mi departamento. Quería respirar un poco la caminata, no me brinda ninguna sensualidad llegar cansado, y harto, a mi casa a estar cansado, y harto, en un solo lugar. Pasé por los jardines del hall de entrada, los azulejos brillaban y el apoya manos de discapacitados estaba tan solo como el universo incomprendido. Incrusté la llave de metal en la boca de la cerradura y abrí la trampa: mi caverna me esperaba, mi tumba. Vecinos miraban la puerta del ascensor.–Hola.–Que lluvia, no?–Algo así.–Que cansancio.–Deberíamos enloquecer, no? Bombardear panfletos marxista-atómicos con unos candomberos, gritar mientras bailábamos en ropa interior .–…–Contra los gobiernos, dios, el rock, el azar, la juventud rebelde que casi ya no existe, los vejetes que no se mueren aunque saben que deberían. Disculpá, pero no puedo defender a mi generación. Trabaje para el gobierno, trabaje para los gringos, trabaje sirviendo turistas, vendiendo perfumes, catalogando una biblioteca; o no trabajando que es un jodido trabajo. Los vecinos subieron al ascensor, yo les abrí la puerta. El portero miraba hacia ningún lugar y escuchaba un partido de fútbol por la radio, mientras me escuchaba entre confundido y hastiado pensando, evidentemente, en algo como "que imbecil". No dejaron espacio para mí, pero querían sentir que no eran malas personas, eso indicaban sus caras. “No pasa nada, yo subo por otro, o por la escalera, o trepo los 19 pisos”. Les di su placer, de mala manera. Okay, gracias, capos, así somos las formas de vida humanas: Tropang Kalong. A veces (en general) digo solamente lo más raro que se me cruza por la cabeza. A veces, pienso que estoy totalmente loco y que no hay ninguna manera que entienda el juego divertidísimo que practican en común las demás personas; es como un problema de actitud, hago ojos ciegos a un montón de códigos. No me gusta que me moldeen, no me gusta que eviten que siga mi rumbo volviéndome una expresión más fuerte de lo que soy. No me gusta saber que igual, no importa cuanto corra, grite, o cante, algo mío tiene que ceder. Por eso esto, por que cuando me llegue la muerte bailando desnuda, tierna e infinita, cediéndome el regalo más femenino de la existencia: la suave calma, la última caricia… Cuando llegue ella, va a tener algo mío, imposible de abrazar o de robar, frente a sus ojos. Grabado en la roca negra de la existencia, un monolito brillante emergiendo una y otra vez del océano del tiempo. El secreto de mi ausencia, lo que no digo ni siquiera entre palabras, esto que solo puedo señalar. Sonriendo entre las puertas del infierno. Inmaculado, puro, protegido. Desconocido, imposible de apreciar. Subí solo en el ascensor. Hay espejos en tres de cuatro lados de mi ascensor. Cuando me miro en el veo infinitas personas con mi rostro, con mi saliva, con mis hedores y manias. Suelo decir “Yo soy el real” en voz alta, todos lo repetimos. "El mas Stiv de todos los Stivens". "Todos los Totis el Toti". Imposible saber cual es el original, cada uno de ellos intentando afirmarse frente a su propia mirada que sonríe, y muge, y odia y olvida. Me río histéricamente, solo, y llego al piso diecinueve, F de Falso, donde me espera esta computadora, esta botella de agua, estas letras replegadas en teclas como un piano (como colores en una paleta y como instrumentos quirúrgicos sin sangre y dentaduras postizas). Respiro, enciendo un cigarrillo. “Esto va a matarme, también, alguno de estos momentos”. Apago la luz, no hay nadie, solo moscas y ácaros en un viento estancado. Escucho música mientras el sol arde en el espacio caótico y cruel. Le comento a una buena persona: acabo de escribir cuatro paginas en treinta minutos. Soy un dios entre las paltas que tiró el viento por los patios y un montón de espejos que no pueden decir nada y están contentos al respecto. Espero se ría. Agarro el tramontina de una vez por todas y pronuncio un tajo sobre mi antebrazo. Me rindo a mi propio embrujo:

Despertaban de un sueño aguado las gotas sobre las hojas de un otoño. Las hago bailar sobre la superficie blanca, sobre los renglones. Agarro un pincel y dibujo un pajarito. Me sale horrible, me río, es un pajarito, y yo estoy perdiendo la cordura. Tendría que aparecer dios, o el diablo, o el presidente del abismo, con un grueso marcador indeleble, con su cordura, su poder, su sabiduría, su entorno domado. Tendría que borronear al pajarito, sentenciar un “= 2 $”, mostrarme mi claro error existencial.

Sonrío. Las gotas me miran, el pajarito me mira, la nada esta quieta y respira, la vida prosigue, los monos vuelcan sus autos por las calles y pasean respirando, y se pelean y aprenden, y prosiguen necios. Yo soy el más necio de todos, y miro como las gotas bailan embelleciendo al pajarito. Por mucho más que las mire, ellas son quienes me miran a mi. Si fuese una multitud aplaudiendo un muro de fuego, no me gustaría. Pero ahora, ellas son únicas, y me observan, me esperan, y yo soy feliz.

La Crisálida

"La mayoría de las crisálidas de mariposa se cuelgan durante todo el proceso de un pedúnculo sedoso producido por la oruga, y se ocultan entre el follaje para protegerse"

El técnico estaba agazapado sobre el pobre televisor intentando curarlo con sus herramientas. En ese momento pudo ver cómo el viejito abría los ojos y observaba con esa típica mezcla de incredulidad, amargura, confusión y aceptación que da los años. Miraba con una expresión nada extraña en la gente obligada a la miseria: el sufrimiento, el paso del tiempo, la tos, la soledad; despertarse y saber que la opinión propia es irrelevante para el prójimo. Ciertas cosas hacen que una persona ponga esa carita de casi nada, de casi póquer, esa carita que en este viejito, en particular, era habitual.
No había caso, la tele era vieja, anticuada, y estaba arruinada. El remito iría a parar al hospital, el que a la vez se lo enviaría a la familia del susodicho. Era obvio que se traspapelaría en el camino, llegaría en el lapso de un mes hacia los familiares del viejito, y estos tendrían que pagar un porcentaje más alto de lo que una común revisión técnica implica. Pero a la familia no le importaría, al hospital no le importaría, y probablemente, al viejito no le importaría.
El técnico se retiró saludando tímido y moviendo su corpulento cuerpo a paso lento. El viejito no estaba triste por su televisor: aceptaba la pérdida como de costumbre. Todo el tiempo se pierden cosas, y está bien. En especial cuando uno es un viejito lisiado que ni siquiera puede pararse a cambiar la frecuencia de la radio. Siempre la misma radio, siempre la misma estación. ¿Si le gustaba? No le desagradaba, pero tampoco cambiaba las cosas. Era como un adorno para él, como la planta, como el televisor roto, como sus piernas inmóviles y el empapelado de la pared. Hasta las moscas eran adornos y escenografía; todo es adorno cuando uno es tan solo un espectador.
Siempre tuvo problemas con el tema de interactuar con el entorno… Parálisis cerebral, diplegia, timidez, fealdad. Eso estuvo siempre en él. Parecía un condenado a la mueblería: siempre en una silla, en una cama. Divanes, sillones, no le eran extraños tampoco. Los muebles eran sus verdaderos amigos… Las ventanas, más que nada las ventanas. A lo largo del tiempo había logrado educarse aunque su desempeño académico era regular. Consiguió obtener un nombre, el de biólogo. Especialista en aves. Pasaba horas observándolas, estudiándolas. Realizaba un análisis tan detenido y esforzado que parecía no entenderlas. Sus colegas y familiares creían que estaba descubriendo algo nuevo, o simplemente que le entretenían de una manera sobrenatural. A veces les resultaba hermoso verlo tan apasionado por algo, pero en el grueso general de los casos (como suelen hacer las personas cuando sucede algo hermoso o fuera de lo común) no les importaba demasiado.
Las noches en el hospital eran muy parecidas. Cambiaban cosas simples, detalles minúsculos y poco estéticos. La cantidad de grillos, la sopa, las melodías de la radio (hasta las 22:30, luego la enfermera la apagaba), la charlas del personal, etcétera. A veces el viejito podía dormir… Y a veces podía menos. Al final, siempre dormía y siempre soñaba. Como sueña cualquiera, sueños alegres, tristes, pesadillas o el soñar que no se sueña nada, que termina siendo el mejor sueño que cualquiera puede tener.La enfermera entró en la habitación. Era alta, morocha y vestía el común uniforme del personal. Solía picarse la nariz frente a los pacientes y charlar a los gritos con sus compañeras. Regaba las plantas, pero nunca decoraba con flores. Limpiaba y barría, pero nunca se molestaba en hablar con nadie. Era una persona normal, haciendo cosas normales, en un lugar normal… La rutina fue la de siempre, regar la plantita con delicadeza, cerrar la ventana y subir un poco la calefacción. Saludar al viejito con frialdad y proceder a desearle buenas noches. Como final, la cerecita del helado, apagar la radio y la luz. Apagar la habitación.
Esta era una de esas noches en las que el viejito había podido conciliar el sueño con facilidad, pero algo lo despertó de improviso. No sabia que hora era en ese exacto momento, pero todo estaba apagado. Todas las radios y todos los cuartos estaban apagados, y probablemente todos los televisores se encontraban descompuestos. Las cortinas flameaban libres jugueteando con la respiración de la ventana abierta; la luna brillaba violenta y había un alarido mudo en el aire. Era una contradicción de esas que solo las mentes enfermas pueden engendrar. Un llamado inaudible de esos que solo la naturaleza comprende (desde lo profundo de la sangre).
La frazada cayó al suelo mientras el viejito acariciaba su espalda tiernamente. Junto fuerzas y aire y se impulso con ayuda de sus brazos hacia el suelo. Cayó boca abajo raspando su piel, pero no era una molestia en la que el quisiese reparar a pesar de jamás haberla sentido. Comenzó a arrastrarse hacia la ventana. La bata se volvió cargosa y molesta, así que se la arranco. La ropa se volvió cargosa y molesta, así que también se la arranco. Entonces, un extraño brillo sonrío en la luna y el viejito se dio cuenta de que sus piernas le resultaban cargosas y molestas.
Lejos estaban la bata, la ropa y las piernas cuando el viejito extendió sus brazos intentando asomarse por la ventana. La fuerza a veces es concedida por la naturaleza, al igual que las destrezas, la magia, y el pleno control del cuerpo. Esa noche la naturaleza fue generosa, y mientras el viejito caía y se acariciaba la espalda… Se acariciaba la espalda tiernamente, y caía en picada, en velocidad, sin miedo y sin esperanza, sus alas se abrieron de par en par reflejando la luz de la luna, dando una imagen gloriosa. Blancas, vírgenes, completamente blancas, pero fuertes y determinadas. Determinadas a dar ese vuelo que la televisión, el técnico, la radio, la enfermera, los colegas y la familia, siempre soñaron realizar. Ese vuelo eterno y hermoso. Y blanco por que, después de todo, eran las alas canosas de un viejo.

12.4.10

Antes que se me deje de acordar

Sudá frío cuando te levantás

asustado devorando el mundo

Mientras tanto que se te caen

los pantalones cuando nadie te mira,

Escribí.

Respirá.

Gritá.

Morite de risa.

Guarda un montón de medias en una bolsa.

Tus forros en un balde.

Mordé la botella de Gatorade.

Escribí la mejor literatura del barrio.


Por tu amorcito imposible que te convenciste

hace seis meses que te gustaría que te pisara un auto

y ella llorará diciendo “ES UN HEROE”,

“HA SIDO UN GRAN HOMBRE”


Hazlo por Cristo.


Por el dinero y por alguna chance de salir en los Inrockuptibles diciendo

“La poesía es cantar en el baño cuando todos se aburrieron de vivir y prueban con mirar Dr. House, o Lost, seis u ocho años seguidos; pegarle con la escoba en la ventana al tipo que vive en el departamento abajo a las 3 de la mañana (ese soy yo)”

“No sé que hago acá vos quién sos?”

“Querés saber cuál es mi comida preferida?”

Aullás: “Todos necesitan amooooooor”


Por vos mismo.


Te agarra un ataque de risa histérica y escupís coca en un vaso de coca.

Fluido amarronado con baba burbujea en el negro alquitrán.


Por la gente que saluda con la mano una bandera flaca

sonríe cuando mira a proposito y comenta

¿Como dicen que les va?

¿Que tal el FIN DE SEMANA?

Muy bien por suerte.


Afhjk.

Un humano vivo sonríe con los ojos

Ruge cuando nunca tiene sentido.

Come a cualquier hora, cuanto puede,

cuanto quiere.

Trepa

las lianas de la con-fu-sión.


Se avalanza.

Los relojes le tienen miedo.

Nadie puede arrancarle un horario definitivo.

Sabe que son once horas hasta que lo suelten de la Comisaría.

No quiere dormir, entonces:

Los guardias escuchan, primero,

Cumbia y, después, Rata Blanca.

Son bestias grotescas y pedorras.

No tienen la menor idea de lo que se cuece, ni les importa.

En la cocina de Dios.


Las paredes están garabateadas,

con monedas

de centavos

con llaves para viajar en colectivos.